miércoles, 12 de noviembre de 2008

SEMINARIO DE CRIMINOLOGÍA USMP- MATERIAL DE LECTURA EXAMEN FINAL

Las víctimas en el Derecho penal latinoamericano: Presente y perspectivas a futuro*



Luis Miguel Reyna Alfaro**


(Extracto)


2. La víctima convidado de piedra del Derecho procesal penal.

Dada la situación observada a nivel del Derecho penal sustantivo, pocas esperanzas le tendrían que quedar a la víctima en el plano del Derecho procesal penal. En tanto medio de realización del Derecho penal material, el Derecho procesal penal no hace sino seguir las estructuras político-criminales a las que aquél obedece. Sin embargo, el Derecho procesal penal ofrece ciertos matices dignos de ser puestos en relieve.

A este nivel, aunque conviene reconocer las escasas posibilidades de intervención que tiene la víctima del delito con relación al ejercicio de la acción penal cuyo dominio y monopolio corresponde, con la excepción propia de los delitos de carácter privado, exclusivamente al órgano designado por el aparato estatal para la prosecución del delito, entiéndase el Ministerio Público, todo lo cual es sumamente contradictorio con el hecho notorio de ser, por regla general, la propia víctima quien comunica el suceso al Ministerio Público (Dünker, 1990:162); también debe reconocerse que el reconocimiento de mayores derechos procesales a favor de la víctima, la introducción cada vez mayor de formulas composicionales dentro del proceso penal y el reconocimiento –sobre todo en el Derecho latinoamericano- de un derecho a la verdad da una luz de esperanza en relación a la situación de la víctima.

a) Los derechos procesales de la víctima del delito.

En el contexto de la ola de reforma del proceso penal que viene produciéndose en las últimas décadas en el ámbito latinoamericano y que ha dado a luz nuevos instrumentos legales en Chile, Colombia, Ecuador, Nicaragua y Perú, por citar algunos ejemplos, viene reconociéndose a favor de la víctima mayores niveles de protagonismo.

En cuanto al protagonismo de la víctima, encuentran posición de avanzada dos Estatutos procesales: El Código procesal de la República Argentina y el Código procesal penal del Perú. Esta condición se debe a dos factores: Su concepto amplio de víctima del delito y los derechos procesales otorgados a favor de la víctima.

En el primer contexto (concepto amplio de víctima del delito), las legislaciones penales y procesales –dentro de un programa victimológico de mínimos, contrario al programa victimológico de máximos que recogemos (Beristaín, 2005: ; Reyna, 2006: )- se han caracterizado por reducir el concepto de víctima a aquellos directamente afectados por el hecho punible. Sin embargo, tanto el Código procesal penal argentino (artículo 79°) como el Código procesal penal peruano (artículo 94°) asumen un concepto más extenso que permite incorporar a las víctimas indirectas (Beristaín, 2008: 88).

El Estatuto procesal penal argentino reconoce a la víctima y su familia el derecho a la protección de su integridad física y moral. La referencia terminológica a la familia de la víctima, sin ser la más afortunada, propone una lectura más amplia que la tradicional en los textos de la región, caracterizados por permitir que los sucesores de la víctima tengan dicha condición sólo en los casos de muerte de aquella (como, por ejemplo, los artículos 79° del Código de procedimiento penal de Bolivia, 70° del Código procesal penal de Costa Rica, 68° del Código procesal penal del Ecuador y 119° del Código orgánico procesal penal de Venezuela).

Mucho más afortunado es el texto procesal penal peruano. El Título IV del Código procesal penal peruano, forma parte de la sección IV, que regula a los sujetos procesales. Este título IV recibe la denominación siguiente: La víctima. A su vez, este título viene conformado por tres capítulos: El agraviado (capítulo I), el actor civil (capítulo II) y el querellante (capítulo III), con lo que, aunque reconoce la diferente significación de dichas expresiones, reconoce también que todos ellos son víctimas del delito.

Dentro de esa lógica, el artículo 94° del Código procesal penal peruano sostiene que es agraviado quien resulte directamente ofendido o perjudicado por las consecuencias del delito, con lo que se hace una distinción, sutil pero trascendente, entre el ofendido o víctima directa y perjudicado o víctima indirecta. El artículo 98° del Estatuto penal reconoce la lectura propuesta al indicar que perjudicado es quien según la ley civil está legitimado para reclamar la reparación y, en su caso, los daños y perjuicios producidos por el delito; con ello, se deja claro que el perjudicado es sujeto distinto a la víctima directa.

En el segundo contexto (derechos procesales de la víctima del delito), aunque prácticamente todos los dispositivos procesales penales de la región reconocen a la víctima una serie de derechos procesales de carácter esencial, los textos argentino y peruano van un poco más allá y legitimidad la intervención de la víctima ya a nivel del objeto penal del proceso penal.

Debe recordarse que en el proceso penal, por cuestiones de economía procesal, se acumulan las pretensiones punitivas y resarcitorias, de allí que toda sentencia condenatoria contenga, por regla general, dos juicios de responsabilidad: Uno de responsabilidad penal y otro de responsabilidad civil; de ese modo se entiende que el proceso penal tenga también dos objetos: Un objeto penal, relacionado a la pena, y un objeto civil, relacionado a la reparación civil.

Pues bien, las posibilidades de intervención de la víctima en el proceso penal se encontraban tradicionalmente limitadas al objeto civil del delito, lo que significaba que las posibilidades de la víctima respecto a la determinación de la responsabilidad penal en el autor eran prácticamente nulas. Así, la víctima carecía de legitimidad para aportar medios de prueba, intervenir en la actuación de medios de prueba, impugnar más allá del ámbito de responsabilidad jurídico civil.

Ese bloqueo de la víctima respecto a su posible intervención con relación al objeto penal del proceso, varían sustancialmente merced al contenido del artículo 91° del Código procesal penal argentino y el artículo IX.3 del Título Preliminar del Código procesal penal peruano, que reconocen a la víctima el derecho a participar en el proceso penal respecto a la pretensión punitiva.

Aunque en el caso peruano, conforme al artículo 105° del Código procesal penal peruano, a la víctima le esté vedado realizar una petición concreta del quantum de la pena, esa situación no afecta su legitimidad en el objeto penal del proceso.

b) El derecho a la verdad.

Hemos visto como en Latinoamérica –con excepción de los casos argentino y peruano- las posibilidades de acceso de la víctima respecto al objeto penal del proceso penal se hayan severamente limitadas, por la ausencia de disposición legal expresa.

Toda esta situación tiende ha variar desde el reconocimiento, por parte del Derecho Internacional Público del derecho a la verdad que conforma, junto con el derecho a la justicia y el derecho a obtener reparación, el conjunto de principios para la protección y promoción de los derechos humanos mediante la lucha contra la impunidad. En Latinoamérica la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH), en doctrina consolidada a través de los fallos de los casos Velásquez Rodríguez v. Honduras (§181), Aleoboetoe y otros v. Suriname (§ 109), Castillo Páez v. Perú (§ 85), Las Palmeras v. Colombia (§ 67), Bámaca v. Guatemala (§ 201), viene reconociendo que una de las derivaciones del principio de dignidad de la persona viene conformada por el derecho de los familiares de la víctima de delito: “de conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos” (caso Velásquez Rodríguez v. Honduras, §181).

Este “derecho a la verdad”, conforme ha sabido reconocer el Tribunal Constitucional peruano, es un derecho derivado del principio de dignidad de la persona humana y es –por lo tanto– una concretización directa de los principios del Estado democrático y social de derecho y de la forma republicana de gobierno.

Esta vinculación del derecho a la verdad con el principio de dignidad de la persona puede observarse con claridad en las palabras del Juez Cancado Trindade, en el voto razonado contenido en la Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, correspondiente al caso “Bámaca v. Guatemala”: “La búsqueda de la verdad (….) constituye el punto de partida para la libertación así como la protección del ser humano; sin la verdad (por más insoportable que ésta venga a ser) no es posible liberarse del tormento de la incertidumbre, y tampoco es posible ejercer los derechos protegidos” (párrafo 29).

Tal “derecho a la verdad” da a las víctimas del delito legitimación procesal, esto es, la capacidad de actuar como litisconsorte adhesivo e incluso como acusador particular (Maier, 1997: 319 ss.). Frente a tales propuestas de legitimidad procesal del actor civil en relación al objeto penal del proceso, se plantean severas críticas a partir de la posibilidad de que el acusado se vea en el dilema de tener que enfrentar un “ejército” de acusadores.

No obstante lo recién indicado, tal tendencia debe valorarse positivamente pues ella se corresponde con una irrefutable realidad: detrás de la lesión de bienes jurídicos (sobre todo los de carácter individual) existen personas, titulares de los mismos, que no sólo perciben sensorialmente el ataque a sus intereses sino que lo sufren (Queralt, 2003: 328), por lo que su aporte suele ser sumamente útil en el proceso penal (Binder, 1993: 307).

Adicionalmente, es necesario reconocer que la introducción del derecho a la verdad ha dejado “un amplio margen para rediscutir el rol de la administración de la justicia penal y hasta el fundamento del propio derecho penal, pues permite inferir que consideran al derecho a la tutela judicial efectiva de la víctima del delito como la base insustituible de legitimación del ejercicio del poder punitivo” (Cafferata, 2003: 69).

La legitimación de la víctima en relación al objeto penal del proceso penal puede encontrarse, también, recurriendo al derecho a la tutela jurisdiccional efectiva. En efecto, si la víctima tiene expectativas de índole resarcitorio (reparación civil) en el proceso penal, la única forma de alcanzarlas es logrando que se determine judicialmente la responsabilidad penal del imputado.

Desde esa perspectiva, resulta absolutamente coherente conceder a la víctima legitimada civilmente –esto es, el actor civil–, por ejemplo, legitimidad para aportar pruebas o para intervenir a nivel cautelar penal (medidas restrictivas de libertad). En relación a lo primero (legitimación para aportar pruebas), es lógico deducir que la falta de una mínima actividad probatoria de cargo deriva necesariamente –por imperio del principio de presunción de inocencia– en la declaración de no responsabilidad penal, lo que produce la defraudación de las expectativas resarcitorias. Respecto a lo segundo (legitimación en el ámbito cautelar penal), tenemos que la prohibición de condena penal en ausencia condiciona las expectativas resarcitorias de la víctima a la efectiva sujeción del imputado al proceso penal. La víctima tiene legítimo interés en el ámbito cautelar penal en la medida que sólo garantizándose la sujeción al proceso del imputado será posible que obtenga el resarcimiento que busca.

En suma, sólo a través del reconocimiento del interés de la víctima respecto al objeto penal del proceso será posible realizar el derecho a la tutela jurisdiccional efectiva de las víctimas.

Pero las significaciones del derecho a la verdad tienen mayor complejidad en tanto se vinculan a la propia subsistencia del ius puniendi estatal. El derecho que tiene el Estado de castigar ciertos comportamientos se entiende, de modo general, como un derecho delimitado temporalmente, de allí que adquiera relevancia la institución de la prescripción. Dada la existencia del derecho a la verdad se reconoce que ciertos sucesos, en vista de su trascendencia hacia la humanidad, no pueden quedar sin castigo, no pueden quedar impunes, de allí que se sostenga la imprescriptibilidad de ciertas clases de delitos.

3.- La víctima convidado de piedra de la Criminología.

A nivel de la Criminología recordemos el enfoque tradicional propio de la conocida Escuela Positivista italiana de Lombroso, Ferri y Garófalo. Su propuesta pasaba por explicar la criminalidad a partir del reconocimiento de ciertas tipologías propias del denominado L’uome delincuente. La criminología positivista prescindió de cualquier análisis de la víctima del delito, de su incidencia en el mismo y los efectos que aquél producía en ella.

En tiempos más recientes, las circunstancias han variado muy poco. Pese a que el objeto de estudio de la criminología se ha ampliado, comprendiendo hoy en día no solo el estudio del delincuente sino el comportamiento delictivo y antisocial, sus causas explicativas y sus posibles fórmulas preventivas (Serrano, 2003: 23), se sigue observando una aunque descendente aún notoria indiferencia hacia la víctima del delito, en tanto se desconoce su relevancia en el comportamiento del autor (fundamental en casos de interacción ofensor-víctima), su vinculación con el hecho y sus relaciones con el poder, etc.; todo esto hace válida la afirmación de Tamarit Sumalla en el sentido de que el enfoque criminológico es unilateral (Tamarit, 1998: 17-8).

Si algún cambio se ha producido en el tratamiento de la víctima en la Criminología este debe hallarse vinculado con la irrupción de la victimología como capítulo de aquella destinado a abordar científicamente la problemática de la víctima (Garrido/ Stangeland/ Redondo, 1999: 71-73).

a) La asistencia a las víctimas del delito.

La atención que las víctimas reciben de parte del Estado es una cuestión esencial en el análisis de la situación de las víctimas. Es que mediante la disminución de los efectos de la victimización secundaria que genera el sistema de administración de justicia penal podrá evitarse que la víctima sea perdedora por partida doble: perdedora frente al infractor, perdedora frente al Estado (Villavicencio, 2000: 238) o, en otros términos, que su papel de víctima se vea reafirmado (Bustos/ Larrauri, 1993: 44).

Investigaciones empíricas sobre la materia han destacado cómo la necesidad de ayuda especializada es una de las exigencias más recurrentes en las víctimas del delito. Por ejemplo, van Dijk ha precisado que a nivel mundial un aproximado del 65% de víctimas formula la necesidad de recibir ayuda especializada, sin embargo, sólo el 4% de esas víctimas indica recibirla realmente. Este promedio, como resulta lógico, es menor en los países latinoamericanos (González, 1997: 01).

En los países latinoamericanos, los propósitos de brindar asistencia a la víctima del delito se limitan a dos tipologías específicas de víctimas: Las víctimas del terrorismo; y, las víctimas de la violencia doméstica. Limitaré, en lo que sigue, mi análisis al caso peruano, recurriendo, en lo que sea pertinente, a normas de derecho latinoamericano.

En cuanto a la asistencia a las víctimas del terrorismo, no obstante ser una de las más dramáticas y traumáticas clases de victimización que puede sufrir una persona, los Estados Latinoamericanos vienen incumpliendo con el deber de asistencia a las víctimas fijado reiteradamente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y reconocido consolidadamente en la doctrina (Carbonell, 1999: 242; Kaiser, 1989: 130; Peters, : 31; Reyna, 2006: ).

En efecto, este Tribunal ha sostenido que “El Estado está en el deber jurídico de prevenir, razonablemente, las violaciones de los derechos humanos, de investigar seriamente con los medios a su alcance las violaciones que se hayan cometido dentro del ámbito de su jurisdicción a fin de identificar a los responsables, de imponerles las sanciones pertinentes y de asegurar a la víctima una adecuada reparación…” (Sentencia del caso Velásquez Rodríguez vs. Honduras, Fundamento § 174).

En cuanto a la asistencia a las víctimas de la violencia doméstica, en el Perú, el soporte que el Estado les proporciona se inscribe en el contexto del Programa Nacional contra la violencia familiar y sexual y de la Ley de protección frente a la violencia familiar (artículo 3°). Este programa ha incorporado una serie de mecanismos destinados a la atención mediata e inmediata de la víctima de violencia doméstica.

En esa línea destaca la atención urgente proporcionada por los Centros de emergencia mujer, que proporcionan, de modo urgente, orientación legal, defensa judicial, soporte psicológico y asistencia social, además de realizar una intensa actividad preventiva; las líneas telefónicas de apoyo, destinadas al mismo propósito a través del contacto telefónico con víctimas adultas (línea ayuda amiga) y víctimas adolescentes y menores de violencia doméstica o sexual (línea 100); y, las casas refugio, destinadas a la acogida y atención integral de las víctimas de violencia doméstica.

Fuera de este núcleo esencial, las iniciativas escasean y se hacen, en puridad, más simbólicas que instrumentales. Un ejemplo: El Reglamento del programa de asistencia a las víctimas y testigos.

Mediante Resolución N° 729-2006-MP FN, del 15 de junio de 2006, se aprobó el Reglamento del programa de asistencia de víctimas y testigos que presta atención a la víctima del delito sólo en la medida que aquella intervengan en el proceso penal. El artículo 1° del Reglamento en mención es expreso en cuanto reconoce que la víctima asistida por el Estado es aquella que intervenga en las investigaciones, procesos penales o los procedimientos especiales.

Esta idea se ve reforzada con el contenido del artículo 3° del reglamento que precisa el objetivo de las medidas a favor de víctimas y testigo: “El programa de asistencia a víctimas y testigos tiene por finalidad establecer y ejecutar las medidas asistenciales consistentes en servicios médicos, psicológicos, sociales y legales que brinda el Ministerio Público a las víctimas y testigos relacionados con todo tipo de investigaciones y procesos penales, previniendo que sus testimonios no sufran interferencias por factores de riesgo ajenos a su voluntad”.

Los aspectos positivos del dispositivo (asistencia legal, asistencia psicológica, asistencia médica y asistencia social) se ven limitados por la misma ley en tanto aquella establece dos limitaciones de radical importancia: La asistencia se limita a las víctimas directas del suceso; y, la asistencia se proporciona en tanto dure el proceso.

Las insuficiencias del sistema de asistencia estatal a la víctima del delito muestran las deficiencias de una política criminal que olvida que la prevención del delito “no se agota justamente en llevar al autor a la sanción por él merecida, sino que ha de incluir también su ámbito tutelar a la víctima del hecho punible” (Zipf, 1979: 179).

IV. El futuro de la víctima: Del uso procesal de la víctima a su uso político.

Un conocido y renombrado penalista latinoamericano, Eugenio Raúl Zaffaroni, resumía la situación de la víctima en el sistema penal con las siguientes palabras: “En el mundo penal la lesión la sufre el señor (Estado, república, monarca, el que manda) y la víctima es sólo un dato, una prueba, que si no se aviene a serlo se la obliga y coerciona incluso con el mismo trato que su ofensor. En síntesis: El ofensor no es la persona que ofendió sino un constructo de la retorta alquímica del derecho penal, y la víctima no es la persona ofendida, sino un dato que es menester aportar al proceso; la víctima no es una persona, es una prueba” (Zaffaroni, 2001: 07-8).

La consideración de la víctima como mera prueba, como objeto, o, lo que es lo mismo, como una no persona (Schneider, 1989: 380) debe contrastarse en tanto constituye un factor fundamental en la valoración de todo el sistema de justicia penal.

El pasado y parte del presente corroboran que el interés del sistema penal por la víctima se origina en que aquella es una prueba. Los propósitos estatales en relación a la víctima se vinculan a su posible aporte al sistema de administración de justicia penal. En esa línea se ubica la insalvable –y predominante en la mayoría de los países latinoamericanos- contradicción que supone, por un lado, que la víctima sea compelida a declarar y se le obligue, en ese contexto, a servir al Estado; y, por otro lado, que el Estado no le reconozca interés en la averiguación de la verdad que ella misma permite configurar.

Ahora, aunque aparentemente la posición de la víctima dentro del sistema penal, específicamente en el plano de las posibilidades que aquella tiene de obtener asistencia y soporte estatal, habría tenido mejoras, lo cierto es que aquello aparece en el contexto del populismo penal y la utilización política de la víctima.

En efecto, la transformación de nuestras sociedades en sociedades del riesgo, caracterizadas por la consustancialidad de los riesgos en la interacción social y la capacidad limitada para su contención (Beck, 2006: 34 ss.), ha generado una sensación general de inseguridad –objetiva y subjetiva- que provoca que la sociedad se perciba como potencial víctima de la posible concreción de los riesgos a los que se ve sometida diariamente. Nuestras sociedad son sociedades de víctimas potenciales (Silva, 2001: 42-52; Martínez- Buján, : 95; Reyna, 2006: 107).

Los actores de la vida política han reconocido lo útil y económico que resulta recurrir al Derecho penal. El Derecho penal, lo ha dicho correctamente Albrecht (Albrecht, 2000: 479), es un instrumento de comunicación: Transmite a la víctima la imagen de respuesta inmediata frente a sus problemas (Hassemer, 1997: 56).

La víctima, y los discursos ideológicos en torno a ella, son sumamente útiles para aquellos que tienen o aspiran al poder político (Albrecht, 2006: 42), en la medida que se tratan de los electores potenciales mayoritarios. Se habla así de populismo penal como tendencia de política legislativa en materia penal surgida en coyunturas electorales, cuyo propósito es ganar votos sin que la efectividad de la misma tenga alguna incidencia en su instrumentalización (Roberts et al., 2003: 05; Delmas- Marty, 1986: 170).

En ese contexto debe recordarse que uno de los discursos punitivos más represivos del mundo occidental: Las leyes de three strikes, son consecuencia del uso político del Derecho penal a fin de ganar el voto de las víctimas del delito. Como se recordará, la propuesta de creación de las leyes de three strikes and you’re out se atribuye a Mike Reynolds, un fotógrafo norteamericano y padre de una víctima de asesinato; aquél dirigió una propuesta civil destinada a la radicalización de las sanciones a los delincuentes habituales, en virtud de lo cual resultare posible el encarcelamiento prolongado e indefinido de quienes reincidían en el delito (por tres veces) (Callahan, 2005: 01 ss.; Kieso, 2005: 01-03).

La hija de Reynolds fue asesinada de dos tiros en la cabeza, el 29 de junio de 1992, por dos sujetos durante un robo saliendo de un restaurante de California (Estados Unidos de América). Uno de los responsables murió durante un tiroteo con la policía mientras que el otro, tras negociar con el acusador, logró una condena por delito de robo, de nueve años de prisión, con derecho a libertad condicional al cumplir la mitad de la misma. Tras la decisión judicial, Reynold realizó una labor intensa para lograr una respuesta penal más intensa, llegando incluso a reunir más de 800,000 firmas de votantes con dicho propósito; sobre la influencia de la labor de Reynolds en la instrumentalización del three strikes.

Esta propuesta fue rescatada y asumida en el contexto de la gravitación mediática producida por el caso de Polly Klaas, una niña de doce años que tras ser sacada de su hogar fue brutalmente violada y asesinada (Kieso, 2005: 03-05; Zimring et al., 2001: 05). La relevancia mediática del caso se puede comprender si se recuerda que inicialmente se pensó que se trataba tan solo de un secuestro, lo que provocó una intensa búsqueda de la niña que acabó un mes después con el hallazgo de su cadáver. Como es de entender, el hallazgo generó un clamor general de reacción punitiva que se vio incrementado al descubrirse que el autor era un sujeto que había sufrido dos condenas previas y se encontraba sometido a libertad condicional.

La reacción inmediata de Peter Wilson, Gobernador del Estado de California, dibuja de cuerpo entero la mecánica del populismo penal: Su escenario, el funeral de la niña Polly Klaas; su mensaje, la futura adopción del programa de three strikes que obligaba a la neutralización mediante encarcelamiento de los delincuentes habituales; su contexto, las campaña política electoral de 1994 (Zimring et al., 2001: 06-07). Los réditos políticos del recurso al Derecho penal se observan con la fulminante asunción de las fórmulas de three strikes en norteamericana: A 1995 un total de 23 Estados de la Unión Americana habían adoptado fórmulas similares (Rodríguez, 2003: 32).

A este nivel, debe destacarse la utilización durante la campaña electoral presidencial por parte del actual Presidente de la República peruano Alan García Pérez de la reimplantación de la pena de muerte para los delincuentes sexuales, propuesta que no articuló tras la asunción al poder. En el caso español, las intervenciones de algunos actores políticos en el reciente IV Congreso de Víctimas del Terrorismo, evidencia el aludido uso político del Derecho penal.

Los peligros del recurso al populismo penal se hacen más notorios cuando se trata de racionalizar las medidas penales aplicadas en dicho contorno. Cuando el legislador recurre al Derecho penal simbólico y pretende luego enmendar su línea de política legislativa es probable que el cambio de paradigmas resulte imposible. En esa línea se puede destacar, en el caso peruano, algunas fallidas reformas en el ámbito de los delitos sexuales.

Los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales constituyen, junto con los delitos de terrorismo, los ámbitos más represivos de la legislación penal peruana; en ese contexto, el recurso a la cadena perpetua no resulta extraño. En un intento por racionalizar dicho ámbito de criminalidad, el legislador penal suprimió la pena de cadena perpetua. Sin embargo, dicho intento racionalizador de la intervención punitiva se vio frustrado pues a los pocos días el legislador tuvo que introducir nuevamente la cadena perpetua dentro del catálogo punitivo.

Más recientemente, se promovió una reforma legislativa que trataba de enmendar la antes comentado control penal absoluto de la libertad sexual hasta la mayoría de edad. Ese proyecto a pesar de ser aprobado por el poder legislativo, no fue aprobado por el poder ejecutivo ante la presión ejercida por los medios de comunicación.

Como se observa, no es sólo que el Estado haga un uso populista del Derecho penal sino que carece de capacidad para racionalizar su respuesta frente a las exigencias sociales de intervención punitiva. En ambos casos, el resultado es el mismo: Más Derecho penal.

V. Conclusiones.

Ya de cara a culminar con esta exposición, es necesario destacar algunas ideas finales tendentes a fijar algunas líneas correctivas respecto al tratamiento de la víctima.

El sistema penal se ha caracterizado por la ausencia de equilibrios entre las posiciones del ofensor y de la víctima, siempre a favor del primero.

La utilidad política de la víctima ha sido aprovechada para provocar una situación que aunque aparentemente mejora la posición de la víctima, en el fondo supone una demostración de desprecio hacia ella. Me explico.

La lógica del populismo penal ha significado mayor punitivismo y, en cierta forma, una vuelta al Derecho penal de autor, en tanto se busca neutralizar a los sujetos peligrosos para la sociedad o, lo que es lo mismo, las víctimas potenciales. Esta alteración del estado de la cuestión no ha significado una atención real por parte del Estado hacia la víctima y, con ello, una verdadera mejora de su posición. Si enfocamos la vista exclusivamente hacia la víctima corremos el riesgo –destacado por el Profesor Antonio Beristaín– de que nos quedemos con lo que ha venido siendo la columna vertebral del Derecho penal (el ofensor) o que se genere un sistema de reacción penal más represor y vindicativo del actualmente existente. Una atención desmesurada a favor de la víctima puede “hacer naufragar el Derecho penal en Escila o en Caribdis; en el olvido de la responsabilidad personal, o en el olvido de las garantías penales y procesales” (Beristaín, 2000: 42).

El populismo penal no ofrece a la víctima una atención instrumental o real de sus intereses, por el contrario, supone –por un lado- su uso y con ello su denigración, claramente incompatible con el contenido esencial de la idea de dignidad del ser humano y –por otro lado- deslegitima el discurso victimológico que llega incluso a ser calificado como victimagogia (García-Pablos, 1989: 194). Sin embargo, no todo es negativo y permite hacer correctivos a favor de un mejor Derecho penal.

La introducción de la víctima como un elemento del debate político criminal le permite asumir una posición que antes no tenía. El sistema penal tenía como actores únicamente al Estado y al ofensor, excluyendo a la víctima; en la actualidad, la víctima se ha constituido como un actor más y con ello permite la conformación de una relación triangular Estado- ofensor- víctima. El cambio de configuración del esquema político criminal hacia una triada Estado-ofensor- víctima permitirá que el sistema penal sea menos retributivo y más reconciliador (Gomes, 2001: 67).

Esta conformación de “triada” (Sociedad-Ofensor-Víctima) pasa por asumir una orientación político-criminal que tenga como una de sus funciones “y no la menos importante ... auxiliar a la víctima” (Maier, 2004: 223), de modo tal que podamos dar término a esta cosificación de la víctima (Zaffaroni, s/f: 271) y que ésta pueda ser nuevamente persona en un sentido absoluto, lográndose el efecto colateral de reducción de los fenómenos de “auto defensa punitiva” o de “justicia de propia mano” (ajusticiamientos populares), consecuencia de la desilusión permanente de la víctima hacia el sistema penal (Kaiser, 1989: 133; Hulsman & Bernat de Celis, 1984: 105).